
Decir que Bill Clinton ha nutrido la crónica rosa con sus líos resulta tan obvio como afirmar que sus enemigos husmearon jergones para decapitarlo. O que el hombre, carismático hasta el empalago, kamikaze incorregible, hizo cuanto pudo por complacerlos. El último gag de esta saga caliente muestra al ex presidente en el apartamento de la Quinta Avenida propiedad de, uh, Jacqueline Kennedy Onassis mientras trata de meterse bajo sus faldas. Ella no tenía treinta años, sino sesenta y tantos. Duele visualizar al hombre que portaba el maletín nuclear como un hámster en celo. Cachondo por la idea de compartir sábanas con la abuelita de Camelot, viuda de América.
Según los periodistas Darwin Porter y Danforth Prince, autores de «In Bill and Hillary: So this is that thing called love», Jackie puso coto a sus acometidas. Comentó que el episodio le había recordado un «combate de lucha libre». «Fue de lo más embarazoso», añadió, «quiero decir que me sentí halagada de ponerle tan caliente a mi edad, pero Bill era igual que Jack. Ninguno de los dos aceptaba un “no” por respuesta». La confidente de Jacqueline Kennedy habría sido Katharine Graham, totémica editora del «Washington Post». Aunque nunca lo publicó le dio carrete en los manteles capitalinos, allí donde cada florero es un micrófono y los camareros hacen horas extras en el servicio secreto o están a sueldo de «lobby». Imposible coserle los labios a semejante rumor. Acostumbrados a viviseccionar la vida privada de las celebridades como quien bebe daiquiris en la balconada de un hotel caribeño, resulta inevitable que encontrase una falla en la corteza de silencios litúrgicos y pactos de estado.