
El lunes amanecía en la prisión de Alcalá de Guadaíra. Isabel Pantoja estaba muy intranquila en el interior de su celda. Apenas podía respirar. Era un día soleado y corría una ligera brisa, incluso fresquita y muy agradable, pero ella tenía el cuerpo cortado. No sentía ni frío ni calor. Por un lado, tenía unas ganas tremendas de abrazar a su madre. Hacía seis meses que no podía tocarla, olerla y eso era muy duro para ella. Por otro lado, no quería enfrentarse a los medios de comunicación. ¿Y si estaban esperando en la puerta de prisión para gritarle «choriza» y «ladrona»?. No, no podría soportarlo. Era superior a sus fuerzas. Se acercaron a su celda varias compañeras de módulo de toda su confianza y se desahogó Isabel con ellas: «No puedo, no quiero que me vean. Me quiero esconder», les dijo con la voz quebrada. «Anda Maribel, si tienes a tus fans en la puerta», le respondieron, y le aconsejaron: «Tienes que salir con la cabeza bien alta y saludar a tus fans». La tonadillera no había tenido fuerzas ni para encender la televisión, entre otras cosas, no quería escuchar los comentarios de algunos colaboradores porque la pondrían aún más nerviosa .
Al rato, llegó la directora de la prisión de Alcalá de Guadaíra, Isabel Cabello, para comentarle los pormenores de cómo iba a ser su salida. La encontró tan nerviosa que pidió que le preparasen una tila. «Maribel, tranquila», le aconsejó. Sus compañeras, «amigas», con las que comparte tareas y charlas, la ayudaron a vestirse porque ella no atinaba a hacerlo. Le temblaban mucho las piernas. Tenía que estar lista para cuando llegara su hermano Agustín a recogerla. No podía tener privilegios, y tenía que salir andando. A lo largo de esa semana fue al médico. Sentía dolores en un tobillo. Incluso le hicieron unos análisis, pero no era tan grave su dolencia y nada impedía que su salida fuera como la de cualquier presa. La maquillaron y peinaron. De aspecto estaba magnífica con ese morenazo conseguido «en el muro de la playa de prisión» en la que tanto rato pasaba junto a sus compañeras. Llegó la hora de salir. Le temblaban tanto las piernas que un funcionario tuvo que ayudarla hasta la puerta de salida. El último consejo que le dieron sus fieles compañeras fue que «sonriera y con la cabeza alta que tú ya estás cumpliendo tú pena».