
Es una delicia sentir que la primavera ya está aquí y con ella la ropa de abrigo empieza a sobrar. Y llegan las bodas. Hay un fenómeno social alrededor de ellas que me tiene asombrada: algo tan sencillo como la unión de dos personas que deciden firmar un compromiso, ya sea civil o eclesiástico, se convierte en una pesadilla de organización para llegar a tan señalado día hechos unos zorros de estrés y agotamiento, especialmente la novia y su madre, que se dedican a probar vestidos de forma compulsiva y discutiendo por no llegar a un acuerdo. Después está el banquete, probando varios menús zascandileando de un catering a otro. Elegir lugar del festejo tampoco parece tarea fácil, flores, invitaciones, lista de regalos. Y las iglesias con «overbooking». El verdadero sentido del sacramento del matrimonio, y la alegría que supone, se devalúa ante tanto ajetreo. El pobre novio parece un complemento más; está relegado sin opción a opinar, ya que la única protagonista parece ser la mujer. Y él la observa sintiéndola irreconocible y pesadísima, centrada en que todo salga perfecto en vez de estar disfrutando.