
Ya estamos en abril, días de Feria, de olor a azahar, de toros y baile. LaFeria de Sevilla es como la feria de la vida, algo maravilloso y bello pero efímero y ahí radica su fascinación. Nada permanente provoca emociones. Es como el primer amor, ese que despierta nuestra sexualidad, nuestro primer beso, la primera caricia, la ilusión al pensar que será para toda la vida, aunque sabemos que eso no es cierto. Permanecerá en nuestra memoria idealizado porque nunca llegó a consumarse, fue evanescente y se diluyó en el tiempo. Esa sensación de lo efímero es lo que nos excita y emociona, porque se nos escapa e invita a vivirlo con intensidad y alegría. Lo permanente carece de interés. El amor cuando lo vivimos en la seguridad de la rutina, cuando dejamos de idealizar porque nuestra pareja ronca o le huelen los pies, carece de todo atisbo de belleza. Vivamos lo desconocido, lo que sabemos que desaparecerá. Mi último amor intenso fue un amor de verano y así lo viví con el convencimiento de su caducidad. Puedo asegurarles que lo recuerdo como algo muy placentero que nunca desee que se consolidase para quedarme con ese momento de plenitud. Quizá ese recuerdo, esa adoración que siento por mi marido Guillermo, al que jamás puedo arrancar de mi vida, se deba a que se fue en la plenitud de nuestro amor. Todavía no había llegado el otoño a nuestra vida y seguíamos en pleno florecimiento de la primavera. Recuerdo esa época en mi jardín, en Tellagorri-Gain, así se llamaba nuestra preciosa casa. Los árboles de lilas, las azaleas, las hortensias, todo en explosión de colores y olores; la hierba cortada al atardecer mientras me sentaba ensimismada a contemplarlo con esa luz tamizada del norte que envuelve sin molestar y la rebeca de punto puesta agradeciendo el fresquito mientras nos tomábamos un té y charlábamos de la vida. Era la felicidad también efímera.