
El Hospital general de Massachussets es un edificio imponente. Grande. Un punto frío. Luce una fachada acristalada. Durante un tiempo, semanas que se han tornado en meses, días que han durado años, horas eternas, se ha convertido en la segunda casa de Plácido Domingo. Allí ha pasado mucho tiempo, aunque nunca demasiado. «Ahora tengo que recuperarme de los veinte días junto a mi hermana en el hospital», comentaba el jueves, en ese sanatorio modernísimo a donde toda la familia, como una piña se trasladó cuando la salud de María José Domingo se iba debilitando después de un proceso largo. Junto a su cabecera se turnaron hijos y nietos, su hermano, sobrinos. Todos. Hasta el día en que Maripepa, así la llamaban, falleció. Fue el 9 de junio. Ayer, el tenor habló con LA RAZÓN de su duelo, de esa pérdida inmensa «a la que nunca me voy a acostumbrar. Hemos pasado muchos años de nuestra vida juntos. Es ley de vida pensar que los padres se irán antes que uno, pero mi hermana... Toda la vida juntos, toda la vida», dice de una mujer a la que define como «extraordinaria, de una enorme simpatía, capaz de hacer todo por todos y que jamás se puso delante de nadie, sino que dejó pasar a los demás».
Ella y su hermano, dos años mayor, siempre mantuvieron una estrechísima relación, unión que se fraguó como un juego de niños. Cuando sus padres, los cantantes Plácido Domingo y Pepita Embil hicieron las maletas rumbo a México, los pequeños se quedaron en casa de una hermana de su madre, la tía Agustina, en Guetaria, Guipúzcoa. Sería más o menos por espacio de un año o año y medio. Crecieron como cualquier chaval en aquellos años aún en blanco y negro, duros. Unas fotos vestidos de vasquitos, él muy serio con bastón y una pipa, y ella ataviada con el traje y pañuelo a la cabeza, lo atestiguan: «Tendríamos cuatro y seis años calculo, antes de partir a México. Ya le digo, siempre juntos. Éramos hermanos, pero nuestra amistad era intensa. Fíjese que en todos estos años nunca jamás tuve ni un más ni un menos con ella. Ni un solo problema, pero así es la realidad, te da un golpe y se lleva a tu hermana adorada», lamenta.
Con el tiempo, a Maripepa le cogió el corazón el País Vasco: solía visitar siempre que estaba en España Guetaria y Zumaya. Disfrutaba en esa tierra fértil (mañana se oficiará una misa en su memoria en la Iglesia del Salvador a las 11 de la mañana). Después vendrían los padres a recoger a los críos y regresarían a México, ese país que el tenor ama (cuando aterriza y nos llega desde allí, da gusto escucharle ese deje dulce en la manera de «platicar») y en el que su hermana decidió quedarse a hacer la vida. Allí conoció a un joven, Alfonso, formalizó su relación y se casaron. Tuvieron cuatro hijos, José Luis, Pili, Maite y Alfonso que le dieron seis nietos, Rodrigo, Francisco, Andoni, Paola, Constanza e Iker. Dicen quienes conocen bien a la familia que no hay nada que le gustara más al tenor que pasar el mes de agosto en la casa que tiene en Acapulco, en México. Todos. Ella era de una discreción absoluta, divertida, amable, con una elegancia natural. Entrañable. Jamás puso su apellido por delante o se hizo valer apelando al hermano famoso. Nunca. Huía de las fotos. Ella no era la protagonista. Ése no era su mundo. Una de sus hijas, Maite, es actriz.