
La mañana del 22 de septiembre de 1991 todo un país lloró la noticia de su muerte. Amanecía ya cuando Tino Casal se disponía junto con tres amigos a subirse en el coche que los llevaría de vuelta a casa tras una noche de fiesta en una conocida discoteca madrileña. Ocupó el asiento del copiloto y, sin abrocharse el cinturón de seguridad, emprendió el viaje que acabaría con su vida a los 41 años. El exceso de velocidad quiso que aquel automóvil se estrellara contra una farola en las inmediaciones del Puente de los Franceses, sobre el río Manzanares, lo que, unido al descuido de seguridad por parte del artista, acabó con Tino como única víctima mortal de aquel funesto accidente.
Aquel día murió la leyenda y nació el mito de un asturiano que desde niño mostraba ser merecedor de lo que ya en la cima de su carrera se le llegó a considerar: el David Bowie español. «Desde muy pronto pinté los pechos de Sara Montiel, mientras los demás niños daban patadas a un balón», confesó quien fiel a la estética «kitsch» y rompedor de esquemas llenaba las pistas de «Eloíses» que se multiplicaban a la par que escalaba puestos en las listas de éxitos, convirtiéndose en todo un icono de la movida madrileña.
Título que se ganó ya pasados los años 70, al volver de Londres, adonde se marchó unos años antes decidido a empaparse del que fue su ídolo, Bowie, precursor de lo que se llamó el «glam rock». Tino supo impregnarse de las vanguardias estéticas londinenses y, con extravagantes vestimentas coloridas, rostro maquillado y cabello cardado, regresó a España abanderando la «contra imagen» del «macho-rock» imperante entonces y dando un uso masculino y provocativo a elementos de la indumentaria tradicional femenina.