
«Consultora creativa», así la llaman algunos. Otros prefieren aludir sus vínculos con el Lincoln Center, su pasado en «Vogue», la Semana de la Moda de Nueva York, su abuelo adoptivo, el legendario joyero Harry Winston, o sus trabajadas relaciones con el quién es quién de Hollywood y Manhattan. Hablamos de Stephanie Winston Wolkoff, 1,86 de elegancia en tonos pastel y emperatriz de los saraos que importan. Igual que en los ecosistemas de la moda hay quien dibuja vestidos y quien los pasea, y hay maquilladores, fotógrafos, redactores y estilistas, resulta crucial la figura del aglutinador. Alguien con las conexiones, la voluntad y la capacidad para domar una supernova de egos superlativos. Se necesita una cabeza bien amueblada y una agenda a la altura, cuanto más voluminosa, fetén y exclusiva, mejor, para que las fiestas, los desfiles, despiporres, galas y eventos, los kermés y las recepciones, las muy elitistas verbenas y las parrandas con fines benéficos congreguen a lo más «in» del cine, las finanzas, la música y el espectáculo, sea cual sea éste. Nadie como Stephanie, epítome de la maestra de ceremonias, para el puesto. La chica es algo así como ese amigo que era experto en planear los mejores cumpleaños o aquella prima que hizo de su boda un despliegue logístico a la altura de la batalla de las Termópilas entre Jerjes I y la alianza de polis griegas, pero en colosal y formidable, con mil portadas garantizadas y el patrocinio imprescindible de las más alemanas marcas de coches y los más neoyorquinos bancos de inversión, con raperos y macizas, actores y cantantes, políticos y velocistas, en las primeras filas y un enjambre de cámaras para inmortalizar sus sonrisas.
De ahí que Donald Trump, o quizá Melania, gran amiga suya, le hayan encargado a la austera y recta Stephanie el reto de coordinar, embellecer, pulir y publicitar los fastos de investidura del nuevo presidente. Desde su puesto como directora de la agencia SWW Creative, ha dirigido la consolidación de la Semana de la Moda de Nueva York, al tiempo que en declaraciones al «Observer», en 2013, explicaba que «el mundo piensa que la Semana es increíble y glamurosa y exagerada. ¿Es importante que acudan famosos? Fantástico. ¿Queremos a los atletas en primera fila? Súper. Pero, en realidad, esto es un negocio». Sus palabras demuestran que no se engaña con las solemnidades. El principal objetivo de oropel es generar beneficios. Por eso recurrió al mecenazgo de las marcas. Siempre tuvo claro el límite entre el hechizo y las cuentas, o entre el seductor cuento de hadas que embruja portadas a base de apellidos y joyas, y la realidad, paralela, inevitable, terca y sin hervir, de unos números que necesariamente deben de funcionar para que todo rule. «Controlo cada detalle», le comentó al «Observer», «quiero estar segura que nada se pierde por las rendijas. Si pudiera delegar un poco, estaría mejor». En ese mismo texto alardea de limpiar el suelo ella misma antes de un desfile si encuentra una mancha. «No voy a esperar a que venga alguien a hacerlo», dice, y hay que creerla.
Veronique Hyland, de «New York Magazine», recordaba hace unos días que en cierta ocasión, hablando por teléfono con alguien que pretendía acudir a la gala anual del Museo Metropolitano de Nueva York, espetó, «No Money, no come-y» (O sea, no hay dinero, no hay invitación). Ah, sí, aparte de dirigir la Semana de la Moda a partir de su convergencia con el Lincoln Center, Stephanie también ha sido maestra de ceremonias de la Gala del Met, quizá la fiesta más importante de cuantas se celebran en Manhattan, creada para recaudar fondos destinados al Instituto de Arte y Costura del Museo. Un acto que viene organizándose desde 1945 y que reúne a los tótems del poder y el dinero, la moda y la belleza entorno a un tema que en 2015 fue China y dio para un jugoso documental estrenado en Tribeca. Allí dan cuenta de cómo Stephanie trató de lograr que los famosos, seres pegados a su cuenta de Twitter y su Instragram como el pez payaso a las anémonas, fueran capaces de desprenderse del móvil, siquiera durante un par de horas. Una tarea homérica, que habla de la ambición de una mujer que considera tosco contemplar a la ganadora de un Óscar tomándose el enésimo «selfie» y que de alguna forma parece hija de un tiempo menos desquiciado.