
Doce de noviembre de 2004, Freixenet bautiza su spot burbujeante nada menos que en la exquisita Palm Beach, una de las costas más caras y preciadas de Florida, nada que ver con el trepidante y atestado Miami, situado 150 kilómetros más abajo. Es como un St. Tropez trasatlántico lleno de boutiques de grandes firmas, sobre todo francesas. Como estrella, Pierce Brosnan, hoy sólo un recuerdo de envaramiento y tupé repeinado. Hasta allá nos llevan en refrigerado autocar que no mitiga el sofocante calor de las cuatro de la tarde. A esa hora, engalanados, chorreando con esmoquin y pajarita, dejamos el hotel camino de ese rincón semejante a lo que fue la Riviera o la Costa Azul, un refugio tampoco sobreviviente en la costa amalfitana. El turismo ha podido hasta con la relajante Ibiza, que en otoño recupera su mejor momento sin el abaratamiento estival. Con Carlos Martorell, adelantado y en tiempos bautizado «príncipe isleño», siempre decimos que cualquier tiempo pasado fue mejor. Nos invade la nostalgia del paraíso perdido. Ante lo intempestivo de la hora, el lazo en su sitio que acabó agostado y lacio, y el tute recién comidos, los aún burbujeantes como Pedro Bonet suelen recordarme que juré en arameo. Y en la lengua de Cristo sólo sé decir el Padrenuestro, bueno iría yo.
Llegamos a lo que hoy llaman «la joya de Palm Beach», propiedad del Donald Trump, entonces sólo conocido por sus trifulcas con Ivana, despampanante primera esposa y madre de Ivanka. El excéntrico multimillonario hoy presidente –¡Dios nos coja confesados y comulgados!– no era rojizo platino como hoy. Al contrario, remoreno y sin flequillo ladeado sobre la frente sino caído simétricamente como cortado con regla. Nos deslumbró la situación, a pie de una calita privada, mar muy azul. Visitamos los distintos patios todos de vistas espectaculares. Abundaban los arcos y hasta uno de inspiración árabe con arabescos. El entorno podía con todo. Hasta con la doble escalera retorcida que bajaba a la enorme piscina. Ahí sobresalían las tejas tan mediterráneas, que era lo pretendidamente evocado en alarde. Hasta aquí todo perfecto menos la humedad. Empezó a anochecer, el sol cayo rápido, vimos el blanco entoldado montado para la cena. Pero antes recorrimos el interior de lo que aparentaba ser relajante. Desde el vestíbulo soltamos un grito colectivo. Quedamos espantados ante la mezcolanza decorativa, desde el portugués al sombrío renacimiento español, pasando por toques italianizantes. Intentaron un grotesco «estilo hispano-moresco», nos dieron como justificación a semejante algarabía. Un batiburrillo carnavalesco nada que ver con la simplicidad del exterior donde, sobre una terraza y en pináculo, sobresalía un escudo heráldico con tres dragones sobre gules.
–¿Es el de Trump?
–No, correspondía a Marjorie Merriweather que lo construyó en 1927. Trump, hoy señor presidente, lo adquirió en 1985 replantando 20.000 tilos cubanos. Aligeran la abundancia de mármoles y redorados como rellenan su casa de la Quinta Avenida neoyorquina, edificio donde años ha estuvieron primero Iberia y luego un Loewe hoy peor situado por culpa del alquiler.
Lo visité cuando allí se instalaron temporalmente Margarita Revilla y mi admirada Chus Esquerra, joyera de pro. Por entonces pagaban 480.000 mensuales por un apartamento no demasiado grande. Pero en el mejor sitio de Manhattan, igual que estas 128 habitaciones rozando el océano Atlántico. En l969, «Mara-Lago» fue declarado «national historic site» y está registrado como monumento. Tal distinción debieron dárselo antes de que Trump, cual Atila, lo transformarse en «kistch» carnaval de Venecia, digno de la mejor puesta en escena del antaño tan vapuleado y hoy inigualado José Tamayo. Mitigando el relumbre, acabamos poniéndonos las gafas de sol –yo sólo uso el tan imitado y aperado modelo «Aviator» de Ray-Ban–. Es el que mejor y más alivia mi cara cuadrada y dura.